Cuando estaban juntos les daba vergüenza mirarse y había un silencio que pesaba como mil losas.
Él pasaba las horas en aquel bar de pueblo, solo, callado y taciturno. Ya era viejo y le dolían los huesos, pero mucho más el alma. Pensaba que, con los años, aquello que pasó caería en el olvido. Sin embargo, fue acobardándose más y más y cada vez estaba más triste y ebrio. Como los hombres de su época, no lloraba y ahogaba las penas en el alcohol.
Ella pasaba el día en casa con sus quehaceres cotidianos. Le gustaba coser, veía la telenovela y sí se permitía llorar. A veces, cuando se encontraba con su vecina en el portal, no podía callar y tenía que contarle su desdicha.
Él había sido campesino y había vivido una guerra. Le habían enseñado que las cosas feas de la familia se debían guardar en un cajón. Ella sirvió en una casa de ricos y también le enseñaron que lo que pasaba en la casa de los ricos tampoco se podía decir. Eran pobres y, en aquellas épocas, solo podían agachar la cabeza.
Tuvieron dos hijos. El hijo bueno también se callaba, a veces más que el padre, y no sabía por qué. No había dinero para que pudiera estudiar y enseguida empezó a trabajar, desde los trece años, primero en el campo, como su padre, y luego en la fábrica. Vivía en soledad y su rictus desencajado y mustio delataba algo innombrable. La vergüenza le aplastaba y tampoco sabía por qué. Aquello que pasó lo impregnaba todo, aunque él no supiera nada. Pensaba que no merecía otra vida que trabajar de sol a sol y poco más. El hijo malo sí pudo estudiar; pero en aquella época los pobres estudiaban con culpa. Pronto cayó en la heroína y dejó los estudios antes de terminarlos. Sabía, así se lo había transmitido su padre, que estudiar era la única salvación del pobre. Sin embargo, había heridas muy recientes y fuegos que quemaban el alma, aunque tampoco sabía por qué. Tuvo una hija a la que no pudo cuidar por más que la quería con locura.
Ellos cuidaron de ella. Al cabo de cierto tiempo, él, viejo y con cicatrices, parecía haber rejuvenecido un poco y dejó de ir tanto al bar. Le leía muchos cuentos y luego muchos libros. Ella le tejía ropa de colores y le contaba mil historias. Llamaban a su nieta «la que no se podía callar».
El tiempo pasó y «la que no se podía callar» estudió mucho. Estudió en una época en la que los pobres no lo eran tanto y podían estudiar sin tanta culpa. Era brillante y valiente y hablaba y decía y no callaba. Fue la voz de los desheredados y todos hablaban de ella. Venían de todas partes y de muchas generaciones y le oyeron cuestionar a los señores de ley y orden (de su ley y de su orden) vetustos y rancios, que se morían de rabia y la intentaban acallar, como siempre habían hecho con las mujeres… pero no pudieron. Los desheredados pusieron nombre a su miseria para poder salir de ella. Se trastornó el orden y el silencio de tantos años se convirtió en bullicio de calle y plaza.
Ellos contaban y decían a todo el mundo que «la que no se podía callar» era de su sangre y sus entrañas. Abrieron el cajón que tantos años había permanecido cerrado, sacaron papel y bolígrafo para así escribir lo que no habían podido decir antes, porque las mujeres y los hombres de aquellas habían nacido callados y tristes.